martes, 4 de junio de 2019

PONME OTRA, JUAN.


-           ¿Te pongo otra, Pepe?

Pepe despertó de su letargo. Sus pensamientos lo tenían tan absorto que no se había percatado que el camarero había vuelto a la barra después de recoger las mesas que quedaban sin limpiar.

-          Si, ponme otra, Juan.

El camarero cogió la botella de cristal gastado y vertió su líquido en el pequeño vaso que estaba frente al hombre.
Pepe le dio un buche y volvió de nuevo a sus pensamientos. Eran más de las once de la noche y mañana le tocaba encofrar antes de que el sol saliese, pero si volvía a casa sereno, sería incapaz de dormir.

Esa mañana, Antonio Hernández, “El Palo”, había perecido por un derrumbe en la mina donde trabajaban ambos. Se encontraba apuntalando unos maderos cuando el túnel cedió, aplastando su cuerpo.
“El Palo” había ido al colegio con su hermano menor, por lo que prácticamente se conocían desde siempre. Era moreno, muy delgado (de ahí su apodo), ojos marrones y dientes amarillentos y separados.
Pese a no ser muy guapo, siempre había tenido éxitos con las chicas, pues era bastante extrovertido. Se decía que una vez tuvo que pasarse toda la noche debajo de la cama de uno de los guardias civiles del pueblo porque este llegó antes de tiempo a su casa y él estaba allí con su esposa.
Esa y otro tipo de anécdotas desaparecieron de la vida de “El Palo” cuando comenzó su noviazgo con María Ruíz, la hija del ferretero. Empezaron a salir hace unos cinco años y se casaron hace dos. A partir de ese momento, sentó la cabeza con la idea de formar una familia.

Su vida dio un giro el año pasado por dos motivos: consiguió entrar a trabajar en la mina, dejando su antiguo empleo de repartidor de leche, lo que hizo que tuviese más estabilidad económica; y tuvo a su primer hijo, Gabriel.
Gabriel, con apenas un año, se había convertido en el centro de su universo. Siempre presumía de hijo con los demás compañeros y bromeaba con que sería incluso más ligón que el padre. Cuando le tocaba meterse en el pozo, sacaba una foto del pequeño Gabriel junto a una de “su” María, y le estampaba tres besos a cada una. Llevaba repitiendo dicho ritual desde que su hijo nació. Y esa fatídica mañana no fue diferente.

-           Ponme otra, Juan.

Pepe sabía que se había librado de ser sepultado por puro azar, pues estuvo trabajando en la misma zona un par de horas antes. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
“¿Valía la pena jugarse la vida por treinta pesetas?” se preguntó. “¿Tan poco vale la vida de un minero?”. Desde septiembre, más de una veintena habían fallecido por derrumbes y otros tipos de accidentes. Una veintena de vidas que desaparecían para siempre en pocos segundos, dejando a cientos de ellas vacías. Hoy le había tocado a “El Palo”, pero sabía que mañana podía ser él el que desapareciese entre escombros y polvo, enterrando sus sueños e inquietudes.
Lo único que impedía que lo dejase era su familia. “Su” Marta y “su” Manuel. Sabía que, de dejar la mina, no podría asegurarles un plato encima de la mesa, pues el resto de los empleos de la zona estaban muy mal pagados. No podía fallarles. Al fin y al cabo, ellos eran los más importantes.


Antes de dar el último sorbo a su copa, sacó de su bolsillo una pequeña foto desgastada. En ella aparecía su mujer y su hijo. Se quedó por un rato observándola hasta que susurro para sus adentros:

-          Si no fuera por vosotros…

Se guardó la foto en el bolsillo y pidió la cuenta. El camarero, mientras cogía el dinero, susurro.

-           Hay que seguir, amigo.

Parecía que le había leído la mente.

-          Siempre.

Pepe salió camino a casa para intentar dormir algo. Mañana iba a ser un día duro.

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